miércoles, 1 de julio de 2009

Lo nuestro es puro teatro


Llego a la casa. Meto la llave en la cerradura. La puerta se abre lentamente, casi sola. Tengo miedo. Mi novio no está. La gran casa está vacía o aparenta estarlo. La verdad nunca he sido miedosa, pero desde que vivimos aquí, no sé que me ha pasado. Será que no tengo la costumbre de estar en lugares poco familiares, tan grandes y silenciosos. La primera noche lo que más me llamó la atención fue el silencio. Cerré los ojos, como tratando dormir, y bueno no se oía nada. Por dios alguien pite, alguien rompa un vidrio, alguien maneje un carro, alguien patee una botella. Pues nadie hizo nada y el silencio se convirtió en una especie de zumbido en los oídos.
Entro despacio como buscando a alguien. Tendré que estar sola unas tres horas. En otros tiempos y otros lugares, eso hubiese sido una dicha. Siempre me he jactado de que me gusta estar sola. Yo qué sé, leer y fumar tranquila. En esta casa, me ha dado porque me gusta la compañía. Ya adentro, prendo la luz y todo normal. Se me ocurre hacer algo de comer: una tortilla con queso a la sartén y un vaso de yogurt. Rico o al menos pasa el hambre. Suena la madera. No tengo miedo a los sonidos de la madera porque obvio son sonidos de la madera. ¿Qué vamos a hacer con respecto a eso? Nada, escuchar los crujidos. Ahora, un tabaquito, triste vicio. Como la casa no es nuestra, tenemos que fumar afuera (mi novio también fuma). En el patio no hay luz, así que dejo prendida la luz de la cocina y la puerta abierta. Saco un banquito y llevo el cenicero rojo, una de las pocas pertenencias en pareja que tenemos. Pienso en cualquier cosa, el trabajo, el amor y de reojo, por el piso de la cocina, veo algo negro moviéndose. Me paro, un poco alerta, un poco torpe. Es que cuando uno tiene miedo como que se paraliza, ya saben eso de las pesadillas que no te mueves de tanta adrenalina. Meto la cabeza por la puerta y observo el piso de baldosa café: limpio. Pensé que era una araña, de esas grandes de césped. Son un poco feas y mucha gente les tiene terror, pero yo no. Son más bien inofensivas y según he escuchado se comen otros bichos peores. Una vez vi cómo una araña luchó con un caballo del diablo. La araña ganó y luego lo arrastró a un hueco. Pudo haber sido una de esas combatientes. Quién sabe. Apago la colilla en el cenicero rojo. Odio ese olor a tabaco. Sí, fumo y es delicioso pero el olor a cenicero (aunque sea la única propiedad de pareja) detesto. Entro, cierro la puerta. Regreso a ver y un pequeño ratón corre por el filo del mueble de la cocina. Se mete atrás del gas. No tengo miedo a los ratones, además hasta estaba bonito: grisáceo, colita, orejitas y ojitos saltones. Tierno. Además, se fue, desapareció. Apago la luz y camino hacia el dormitorio. Me siento en la banca. Cada movimiento que hago suena amplificado por mil. Soy la única habitante de la gran casa. Veo que se acerca a una velocidad increíble hacia mí. Sube por la pata de la silla. Yo aterrada me paro sobre ella y los dos quedamos sobre el asiento. Grito pero nadie escucha, ¿quién va a escuchar? Sube por mi pantalón. No tiene miedo, yo sí. Sube por mi estómago, llega a mi hombro. Oigo que se abre la puerta de entrada. “¡Amor!”, es él. Yo no me muevo y el ratón tampoco. El novio entra al cuarto y me ve, como un pirata con su loro sobre el hombro capitaneando la silla. Camina hacia el armario, saca la cámara. Nos toma una foto y los tres reímos.

1 comentario:

Kléver Vásquez dijo...

Es una historia divertida… pero también intrigante.
El texto hace que el ratón sea un audaz roedor trepador o una extraña metáfora de ese zumbido que merodea la soledad