jueves, 30 de julio de 2009

Ecuentros


Cuando uno escribe, llega a un punto, o más bien a una sensación, de que se repite la misma cantaleta. Ideas que en un principio sonaban espectaculares se vuelven repetitivas. Entonces, se busca la renovación, borrarse, nuevas formas de ver y escribir. A mí parecer hay dos maneras de hacer esto. La primera, claro está, es leer y encontrar, en los libros, novedades: Qué han dicho otros que yo puedo citar, comparar o admirar, para crear intertextualidades que lleguen a unos pocos que han leído los mismos textos. Y la segunda se refiere a matarse pensando y hurgando, en la propia cabeza, cómo ver la realidad y la escritura desde distintas perspectivas. Opto por esta segunda para hablar de The Reader (2008), dirigida por Stephen Daldry.

Entonces, para acercarme a este filme, me gustaría resaltar qué es lo que me llamó más la atención de él. ¿La actuación de Kate Winslet? No. Estuvo buena, pero, personalmente, no. ¿La inocencia-estupidez de Hannah (Kate Winslet)? No, tampoco. Es decir, llama la atención que la gil haya matado trescientas personas porque sólo estaba cumpliendo con su rol de guardiana, pero no es ahí donde encontré sobre qué escribir.

-Al regresar después de un año y medio a la casa de mis abuelos, por motivo de un viaje, divisé a mi abuelo parado en la puerta de entrada. Le hice señas con las manos y, sin embargo, él no respondió. Me acerqué más, esperando el reencuentro, pero no hubo señal alguna de emoción, al menos por parte de él. Cuando estuve muy cerca, me preguntó quién era. “¿Yo?”. Yo, la principal, la nieta amada que vuelve al "seno familiar" en busca de un abrazo, una sonrisa, un cómo te fue, un cómo has crecido, etc. Ahora, era la extraña que osaba meterse hasta la puerta de entraba. Su cara rajada y chorreada no era aquella que yo recordaba-.

El adolescente de la película(Michael) se consigue una amante un poco mayor que él. La pareja se descubre y se ama en un encuentro de juventud: cuerpos jóvenes, claros, libres y placenteros.
Después de diez años, se reencuentran en un sitio extraño y seco que representa la vejez de la sociedad: la Ley. La subjetividad de aquella mujer inocente (inocente de lo acurrido e inocente como una infante) ante su crimen, no convence, pero construye un personaje dentro de lo que la sociedad considera maldad, que al mismo tiempo, es como una niña que jugando rompe (asesina) el jarrón de su madre (trescientas muejeres atrapadas en una iglesia). Esa niñez-estupidez latente la acerca a la vejez, porque no entiende que su vida se destruye cuando es condenada, por un simple capricho. Toda la sensualidad de los primeros encuentros con su amante se desborda en vejez, ley, muerte, mentira, decencia y decadencia.

Son dos imágenes que se contrastan: ellos, jóvenes, haciendo el amor; y ellos, viejos, recordando lo que vivieron, ante la ley, pero desde distintas posiciones. Se ven a sí mismos como un reflejo vago de lo que fueron, en un presente donde lo menos importante es lo sucede porque se privilegia el pasado. Son cuerpos viejos, porque el espectador, en un principio, queda encantado con sus encuentros y ahora se enfrenta a la consecuencia del pecado –el asesinato.

Llama mi atención en este filme la relación y confrontación que los personajes tienen con su propia degradación y con la del otro. Sus cuerpos están en decadencia y sólo queda la nostalgia de un pasado que intenta revivir. La cadena perpetua es quedar en la transición entre lo vivo y lo muerto, sin poder franquear el límite. El hombre, por su parte, vive una condena porque piensa que pudo haberla salvado; y esa angustia existencial también lo condena y lo inserta en un presente donde lo que importa es la nostalgia del pasado. Es la búsqueda del paraíso perdido en el infierno. El recuerdo de juventud se enfrenta al presente de vejez y condena. Las grabaciones son simples intentos de recobrar sensaciones perdidas.

Al ver a Kate Winslet destrozada, sin vida, vino a mi mente el recuerdo del encuentro con la vejez de mi abuelo. Es como ver la cara de la muerte, de ese ser que se come a los queridos. Es el horror ante la atrocidad: “When Hannah silences the judge with “What would you have done?”, the judge is not silenced by her moral honesty, but is rendered speechless by horror”[1].
[1] http://thereader-movie.com/site/

martes, 21 de julio de 2009

Desencanto

Estuve esperando toda la noche ese cálido sonido y no apareció. Me fui cansado a dormir. Soñé con ello persistentemente. Llega la mañana y lo busco presuroso. Todavía no está y me desespero. Busco un café para tratar de abrir bien los ojos. Cuando voy a beber el primer sorbo, de pronto surge de la nada esa dulce ráfaga directo a mis tímpanos. Boto la taza al suelo y me lanzo desesperado sobre la mesa. En el camino me atravieso con un cable. Caigo estrepitosamente. Es la señal que indica su presencia. Me hacía tanta falta. Comienzo a ver imágenes. Escribo unas pocas palabras emocionado. No recibo respuesta. Luego desaparece con otro zumbido. Eso era todo lo que quería.

viernes, 17 de julio de 2009

Médicos y demonios


Comenzaré con el clásico y berreado “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Cuando mi abuelo era médico, hace unos veinte años, esa profesión era noble y leal. Como quien dice “por amor a la camiseta”. Ser médico es querer ayudar al otro; o más bien dicho “era” querer ayudar al otro.
Por motivos de viaje, decidí hacerme un chequeo general: dientes, ojos, ginecólogo y estómago. Un ABC, pongámoslo así. Aunque aún pienso que era necesario, ir a los médico es un robo. Uno se siente violada y abusada.
La medicina tradicional es abusiva y violenta. Cada examen implica que te metan cosas por todos los agujeros de tu cuerpo. Y cuando sales un poco traumada, son cincuenta dólares. Bueno, uno piensa que es así, que es un buen médico, que la visita era necesaria. Luego, uno va a la farmacia con la receta, son cincuenta dólares. Bueno, ¡qué medicamentos más finos deben ser! Segunda cita al mismo doctor, son cincuenta dólares y una receta de una cantidad parecida. O sea, es una grosería que dan ganas de sentarse y llorar. Encima, te diagnostican caries, infecciones, gastritis, espasmos, ceguera progresiva y hemorroides. Ya vale más bien darse un tiro y acabar con todo, porque a parte estás quebrada y malgenia.
Hay gente que tiene seguro, aunque este no es mi caso. Pero esos también son unos ratas. Les pagas mensualmente ful y el rato de los ratos, no cubrimos eso, tampoco eso, y nada, se roban la plata. La salud es cualquier cosa, gran negocio. Yo me pregunto: ¿Por qué no estudié medicina? ¿O por qué no trabajo en una aseguradora o me pongo una aseguradora? Creo que soy demasiado buena gente para esos negocios sucios.
Los pobres pacientes (pobres, porque ya no llevan una dólar encima) tienen que sufrir los tratamientos, meterse químicos hasta más no poder, someterse a exámenes invasivos y abusivos, groseros, que le hacen llorar a cualquiera. Por eso, yo recomiendo ir al médico con la mamá, para que te coja la mano y no le dé asco lo que te están haciendo. Uno en esos procesos pierde la decencia e incluso la virginidad. Cada uno de los huecos del cuerpo son explorados por máquinas, ecos, tubos y dedos. Y eso tomando en cuenta que uno es joven y tiene una salud relativa. Es decir, no tienes cáncer, sida, gangrena, lupus. Aunque uno llega a la conclusión de que la salud ha sido subjetiva, depende del doctor que te vea. Si es honrado estás más sano, pero si es un pillo, te quedan pocos días de vida (al menos que te sometas a un tratamiento de mil dólares que muy coincidentemente el médico practica). Uno se imagina la gente que sí tiene males graves, cómo será, qué le harán y cuánto le cobrarán, para que encima se mueran. Y uno por aferrarse a la vida y a la salud, dale que paga y paga y paga, y métete químicos y químicos y más químicos.
Las medicinas alternativas... Da lo mismo. Que opine alguien que las haya vivido.

miércoles, 1 de julio de 2009

Lo nuestro es puro teatro


Llego a la casa. Meto la llave en la cerradura. La puerta se abre lentamente, casi sola. Tengo miedo. Mi novio no está. La gran casa está vacía o aparenta estarlo. La verdad nunca he sido miedosa, pero desde que vivimos aquí, no sé que me ha pasado. Será que no tengo la costumbre de estar en lugares poco familiares, tan grandes y silenciosos. La primera noche lo que más me llamó la atención fue el silencio. Cerré los ojos, como tratando dormir, y bueno no se oía nada. Por dios alguien pite, alguien rompa un vidrio, alguien maneje un carro, alguien patee una botella. Pues nadie hizo nada y el silencio se convirtió en una especie de zumbido en los oídos.
Entro despacio como buscando a alguien. Tendré que estar sola unas tres horas. En otros tiempos y otros lugares, eso hubiese sido una dicha. Siempre me he jactado de que me gusta estar sola. Yo qué sé, leer y fumar tranquila. En esta casa, me ha dado porque me gusta la compañía. Ya adentro, prendo la luz y todo normal. Se me ocurre hacer algo de comer: una tortilla con queso a la sartén y un vaso de yogurt. Rico o al menos pasa el hambre. Suena la madera. No tengo miedo a los sonidos de la madera porque obvio son sonidos de la madera. ¿Qué vamos a hacer con respecto a eso? Nada, escuchar los crujidos. Ahora, un tabaquito, triste vicio. Como la casa no es nuestra, tenemos que fumar afuera (mi novio también fuma). En el patio no hay luz, así que dejo prendida la luz de la cocina y la puerta abierta. Saco un banquito y llevo el cenicero rojo, una de las pocas pertenencias en pareja que tenemos. Pienso en cualquier cosa, el trabajo, el amor y de reojo, por el piso de la cocina, veo algo negro moviéndose. Me paro, un poco alerta, un poco torpe. Es que cuando uno tiene miedo como que se paraliza, ya saben eso de las pesadillas que no te mueves de tanta adrenalina. Meto la cabeza por la puerta y observo el piso de baldosa café: limpio. Pensé que era una araña, de esas grandes de césped. Son un poco feas y mucha gente les tiene terror, pero yo no. Son más bien inofensivas y según he escuchado se comen otros bichos peores. Una vez vi cómo una araña luchó con un caballo del diablo. La araña ganó y luego lo arrastró a un hueco. Pudo haber sido una de esas combatientes. Quién sabe. Apago la colilla en el cenicero rojo. Odio ese olor a tabaco. Sí, fumo y es delicioso pero el olor a cenicero (aunque sea la única propiedad de pareja) detesto. Entro, cierro la puerta. Regreso a ver y un pequeño ratón corre por el filo del mueble de la cocina. Se mete atrás del gas. No tengo miedo a los ratones, además hasta estaba bonito: grisáceo, colita, orejitas y ojitos saltones. Tierno. Además, se fue, desapareció. Apago la luz y camino hacia el dormitorio. Me siento en la banca. Cada movimiento que hago suena amplificado por mil. Soy la única habitante de la gran casa. Veo que se acerca a una velocidad increíble hacia mí. Sube por la pata de la silla. Yo aterrada me paro sobre ella y los dos quedamos sobre el asiento. Grito pero nadie escucha, ¿quién va a escuchar? Sube por mi pantalón. No tiene miedo, yo sí. Sube por mi estómago, llega a mi hombro. Oigo que se abre la puerta de entrada. “¡Amor!”, es él. Yo no me muevo y el ratón tampoco. El novio entra al cuarto y me ve, como un pirata con su loro sobre el hombro capitaneando la silla. Camina hacia el armario, saca la cámara. Nos toma una foto y los tres reímos.