viernes, 13 de junio de 2008

A mi hija

Miro tus ojitos. Es una sensación indescriptible la que experimento cuando brillan, cuando sonríen, cuando expresan sin palabras todo lo que tu pequeño corazón siente, todas las emociones que tanto te asombran y aún no puedes entender.

Tus ojos oscuros me acompañan desde ese viernes de abril, cuando los admiré por primera vez. Estabas ahí, en la sala de recién nacidos del Hospital Metropolitano, viviendo tu primera hora en este mundo, analizándolo todo, atenta a los colores, a las formas, a las figuras.

Y yo, mientras tanto, preguntándome si sería capaz de manejar tanta responsabilidad, si sería capaz de contribuir a que seas unas persona que se quiera mucho, que ame al mundo, a sus semejantes, que sepa equivocarse, darse su puesto, sacar ventaja de los errores, gozar con los triunfos con humildad y orgullo y, por sobre todo, a que seas una persona que sepa escoger su destino sin que le importe la opinión de los demás.

Te confieso, mi pequeña cholita, que tenía mucho miedo y que en varios momentos me sentí incapaz de ser un padre. Me sentía aún un niño pequeño, una persona inmadura, insegura, temerosa, que a veces no podía ni consigo mismo.

Recuerdo esas primeras noches, cuando nos despertabas con tu continuo llanto, cuando sentí por primera vez la necesidad de salir de mi cuerpo para vivir tu dolor, acabarlo, agotarlo, vencerlo y dejarte las cosas tranquilas, calmadas, sencillas para que no sufras, para que no te duela.

Era tan fuerte ese pensamiento, que en muchas ocasiones me convencí que al ponerte boca abajo sobre mi estómago, me pasarías tus cólicos y podrías dormir tranquila de nuevo; con tu boquita medio abierta, con tus largas pestañas cubriendo tus párpados y con tu espaldita moviéndose levemente con el aliento de la vida.

Me acuerdo de las ojeras que tenía en ese entonces, pues me levantaba a cada momento para comprobar si respirabas, si estabas bien, si no te habías destapado, si no te sentías sola. Quería recordarte todo el tiempo que papá estaba ahí y que estaría siempre que me necesites… con o sin estar.

Soñaba contigo, me volvía loco por ti, jugaba, me emocionaba cuando sonreías, saltaba de la emoción cuando lograbas agarrar el sonajero con tus deditos gordos, cortitos, vacilantes. Y no importaba lo cansado que esté: todas las noches te sacaba a pasear en el auto para que te duermas.

Por todas esas cosas, me es muy duro recordar aquella noche que salí de la casa con mis maletas para mudarme temporalmente con los abuelos, donde tu mami y yo no estaríamos juntos para pelear, para discutir, para no hacernos ni hacerte daño.

Esa noche esperaba a que te duermas para salir; pero tú, mi chiquita preciosa, todo lo sentías. Te negabas a cerrar tus ojitos y te revolcabas en la cama sonriendo, iluminando con tu mirada esa habitación en penumbra, donde el silencio se había apoderado de las promesas que algún día nos hicimos tu mami y yo.

Y comenzamos otra relación, otra vida que duraba solo los fines de semana, cuando solos tú y yo intentabamos crear una familia pese a las circunstancias. Te cambiaba los pañales, te bañaba, te vestia, te daba de comer, salíamos a pasear y, sobre todo, buscaba hacerte sentir desde pequeñita que yo me había divorciado de la mami y no de ti.

Cuántas lágrimas nos corrieron por las mejillas, mi princesita. Porque no era necesario que hables, que expreses las cosas con palabras. Con solo ver tus ojitos entendía tu confusión, tu temor. Y me desesperaba por no poder aliviarlo de una sola vez.

Varios años han pasado desde entonces y tu risa sigue inundando mi casa, tus ojitos aún brillan con alegría, esperanza e inocencia y tu vocecita sigue siendo la melodía más hermosa que escucho. Te acuerdas cuando me hiciste llorar de emoción al decir "¿No cierto papi que tú y yo somos una pequeña familia?".

Ahora, mi pequeña ciudadana, ya sabes escribir y leer, sumar y restar, tienes amigos en el cole, regresas de él en el bus a tu casa donde tus tres hermanos menores te esperan, donde tu mami ha hecho nuevamente su vida con otra persona, donde te cuesta tanto encajar… porque yo sé, mi pequeña hermosa, la falta que te hago durante la semana, pese a que hablemos todos los días y nos veamos cada fin de semana.

Ha sido la manera más penosa de enseñarte que la vida puede ser difícil e injusta; que los más inocentes son los que más pagan por causa de las equivocaciones y peleas de los adultos. Y tal vez por ello sea que tú y yo apreciemos tanto los momentos en que estamos juntos, que reímos, que vamos de paseo, que salimos al cine o a comer hambuerguesas, pizza, sushi o fondue, que nos quedamos dormidos viendo tele y que, simplemente, estamos en casa.

Porque durante todo este tiempo, me has enseñado a amar con todo el corazón: a sentir que puedo dar la vida por tu felicidad, a cuidarme para estar junto a ti cada vez que necesites, a ser firme con amor y amoroso como un oso. Me has enseñado a bajar la voz, a que las cosas resultan mejor cuando te las digo con tranquilidad, sin castigos, sin amenazas, con paciencia, con ternura.

Me has enseñado a ser una mejor persona; a prometerte solamente lo que pueda cumplir, a que la palabra “papi” sea la más tierna y dulce que haya escuchado cuando viene de tí… pero por sobre todo, mi chola cuencana, me has enseñado a sonreír con el corazón...


1 comentario:

aleja dijo...

Me parece chévere que hayas escrito algo muy personal y que al mismo tiempo llegue a otros. Aunque no soy mamá, sólo tía, me metí mucho en lo que escribiste y hasta se me salieorn unas lágrimas. Tienes mucha capacidad para escribir y transmitir lo que sientes